miércoles, 29 de diciembre de 2010

ATILA II PARTE

No recuerdo el año, ni los nombres de los protagonistas, pero sé que estaba abierto el bar de las Hoces, un pequeño chiringuito en mitad de las hoces de Vegacervera. Allí se juntaron cuatro amigos, dos ellos sabían escalar, y los otros dos no, asique hicieron dos cordadas equitativas; un veterano, guía de cordada, con un novato. Y así se dispusieron a escalar dos vías diferentes.
Nuestra historia nos lleva a la cordada liderada por Atila que se dirigió a una fisura de apariencia sencilla, situada en el espolón del puente sur, junto a la vía de “Levitación trascendental” y a la de “Encuentro inesperado”



La forma de asegurar al escalador, no era ni mucho menos con los elementos de que disponemos hoy en día, como las cestas, reversos, gri-gris, y un sinfín de aparatos, ni tan siquiera con un nudo dinámico al mosquetón… se aseguraba “en dulce”. Para los menos familiarizados con el término, significa que el asegurador se pasa la cuerda por la espalda, y si el escalador se cae (menudo miedo solo de pensarlo) el asegurador le frena con la fricción que hace la cuerda en su propio cuerpo. Existían los seguros de expansión, si, los buriles, y creo que todos aquellos que os hayáis colgado de uno coincidiréis en que un parabolt ofrece una seguridad infinitamente mayor. Pero en este caso la vía no estaba equipada con buriles, había que ir protegiéndola. ¿Cómo? ¿Con cómodos friends, pitones, fisureros y cintas disipadoras? No. Si había empotradores, y clavos de forja, y todo lo que pudiese empotrarse en una fisura y atarle un cordino para pasarle un mosquetón, como tuercas, tacos de madera, etc. Pero sobre todo se utilizaban los anclajes naturales: puentes de roca, pequeñas lajas en las que colocar drizas…

Y dicho esto, ¿Esa gente son, o no son unos héroes?
Borja y yo siempre decimos que admiramos mucho a la “gente del arnés rosa” por esos colores que le daban al material en los años 80. Y por supuesto, admiramos más aun a todos los predecesores de la “gente del arnés rosa”



Así pues, se encaramaron a una pared en las hoces, y comenzaron el ascenso.
Por lo que nos contaba Atila, el primer largo no tuvo complicaciones ni anécdotas graciosas, pero en la salida del segundo largo sí que hubo algo para contar.
Atila, como corresponde, iba abriendo la vía. Ascendió unos cuatro metros, cuando al agarrase a una laja, ésta se desprendió, con tan buena suerte que el protagonista quedó situado encima de ella, y comenzó a descender como sobre una tabla de surf. Digo que con buena suerte, porque si la laja es la termina montada encima de ti, las consecuencias son totalmente distintas.
Pues bien, estando el escalador descendiendo sobre la laja, vio que en la carretera, acercándose al pie de vía, se dirigía una moto con dos pasajeros. Pensó que la laja les aplastaría, y también dudó de si su compañero le frenaría la caída. Pero le frenó, milagrosamente solo calló unos ocho metros, cuando su compañero detuvo la caída. Pero la roca siguió su camino precipitándose contra la carretera a escasos metros de la motocicleta. Por supuesto que entre el susto, y el intento de esquivar la roca, los dos ocupantes cayeron de la moto, sin consecuencias excesivamente malas, en apariencia.

Al terminar la escalada, y descender, los dos escaladores se dirigieron al bar donde encontraron al propietario de la moto, y su acompañante, el médico del  pueblo. Aparentemente no estaban heridos, el médico había dado un trago a un vaso de agua, pero cuando lo escupió, todo ensangrentado, vieron que el agua era para aclarar las heridas de algún diente roto. Por suerte todo quedó ahí.

Y esta fue la historia que me contó un aperturista de los de antaño. Atila.

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